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CUANDO LOS GIGANTES SE CONVIRTIERON EN CERROS: PAISAJE PREHISPÁNICO EN AGUASCALIENTES

Actualizado: 11 jun 2018


Felipe de Jesús Sarabia Salmerón

Universidad Autónoma de Zacatecas


Cerro del Muerto . Archivo General del Municipio de Aguascalientes

¿Qué distinguían los antiguos habitantes de Aguascalientes cuando volteaban a ver a este macizo de piedra? ¿Acaso también llegaron a vislumbrar la imagen de un gigante acostado? ¿Cómo hubiese sido posible hablar de una ciudad originaria -nuestra ciudad- si los gigantes no hubiesen contemplado construir sus primeros cimientos, estas creaturas primordiales que ya eran hombres antes de que existieran los propios hombres?




El Cerro del Muerto es una montaña desnuda al fondo del paisaje de Aguascalientes cuyo contorno semeja a un gigante acostado. Históricamente, por las últimas investigaciones arqueológicas, sabemos que hubo un tiempo en cual sus estribaciones fueron habitadas por las civilizaciones prehispánicas. En el periodo Epiclásico, entre el 500 y 900 d.C., se dio un poblamiento masivo de comunidades indígenas que terminaron por transformar el interior de este paisaje hasta volverlo propiamente mesoamericano. De tal manera, el Cerro del Muerto antiguamente emergió en el constante tránsito de las personas, las cuales acudieron al dominio de su geografía pero sin pasar por alto su carácter sagrado y devocional.

Desde siempre su extraordinaria silueta humana ha ejercido un efecto permanente en el imaginario de sus habitantes. Comprender su importancia como hito geográfico permitiría a los arqueólogos e historiadores construir una idea más comprensiva de cómo las personas y las sociedades dieron forma y habitaron el Aguascalientes prehispánico. Recordemos que para los pueblos indígenas, los cerros por sí mismos tienen un carácter fundacional y civilizatorio: son divinizados porque los ríos y manantiales llegan a formarse en sus entrañas, y son considerados contenedores de agua y generadores de lluvia. Sin embargo, como explicaremos a continuación, también las cosmogonías indígenas al plantear el esquema de las edades y la metamorfosis del mundo, nos hablan de que los relieves montañosos, particularmente con formas excéntricas y humanas, son testimonio directo de cuando los mismos gigantes, al finalizar sus actos de creación más significativos, se convirtieron en cerros.

Con el objetivo de hacer un acercamiento al imaginario y al efecto territorial que produjo el Cerro del Muerto en las sociedades prehispánicas, recurriremos a las evidencias arqueológicas, al análisis paisajístico y a la comparación etnográfica. ¿Qué distinguían los antiguos habitantes de Aguascalientes cuando volteaban a ver a este macizo de piedra? ¿Acaso también llegaron a vislumbrar la imagen de un gigante acostado? ¿Cómo hubiese sido posible hablar de una ciudad originaria -nuestra ciudad- si los gigantes no hubiesen contemplado construir sus primeros cimientos, estas creaturas primordiales que ya eran hombres antes de que existieran los propios hombres?



El paisaje prehispánico de Aguascalientes


En el Epiclásico (500-900 d.C.), Aguascalientes ya era parte de un gran corredor cultural que se vinculaba con otras comunidades mesoamericanas de Zacatecas, de los Altos de Jalisco, del Bajío y de la Costa de Occidente. Podemos imaginar cómo los centros de población se fueron articulando por todo el Noroeste de México dando pie a que se desarrollaran expresiones monumentales y pequeños núcleos urbanos en las cúspides de los cerros, pero siempre en medio de zonas agrícolas también ocupadas por aldeas y villas que constelaban las inmediaciones de los arroyos y manantiales. Este crecimiento demográfico y desarrollo civilizatorio aprovechó sobre todo la Sierra Madre Occidental, pues ésta es una inmensa cadena montañosa que se extiende desde las costas de Colima, Jalisco y Nayarit, pero que igualmente atraviesa los despiadados climas áridos del Noroeste, hasta llegar a las serranías de Durango y Chihuahua. En su momento, la Sierra Madre proveyó a las culturas antiguas una buena cantidad de recursos de primer orden, provenientes sobre todo del bosque de conífera, de los sistemas lacustres y de la flora del desierto; pero más que una reserva de bienes de consumo, fue ante todo una vía de comunicación, un camino útil, si no perfecto, para vincular a las comunidades prehispánicas a través de su superficie. Por tal motivo, derivó de allí un ambiente cultural que pudo dar paso a que, como en otras regiones norteñas, Aguascalientes fuera también un foco de cultura mesoamericana.




Las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en este territorio, primordialmente por el INAH Aguascalientes, han corroborado la existencia de un septentrión de sitios, casi un centenar, en el cual muchos de ellos se distinguen por sus características monumentales, ya sean plataformas, terrazas y grandes basamentos...




Efectivamente, el Cerro del Muerto es un remanente más de la Sierra Madre Occidental, como a su vez lo son la Sierra del Laurel y la Sierra Fría, que se extienden por todo el suroeste aguascalentense. Los ríos y manantiales que bajan por tales relieves montañosos desembocan en el sistema hidrológico Lerma-Santiago (el sistema pluvial más largo de México), que en su largo trayecto logra atravesar el interior de esta ciudad y de los municipios más próximos, principalmente por el río San Pedro, irrigando los bosques de mezquite y encino, el matorral, los pastizales, y más hacia el sur, el bosque de conífera. Las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en este territorio, primordialmente por el INAH Aguascalientes, han corroborado la existencia de un septentrión de sitios, casi un centenar, en el cual muchos de ellos se distinguen por sus características monumentales, ya sean plataformas, terrazas y grandes basamentos (Pelz Marín, 2007). También, tanto en excavación como en superficie, se registran elementos cerámicos diagnósticos propios de la interacción mesoamericana en el Noroeste de México: figurillas tipo 1, cerámica pseudo-cloisonné y la decoración al negativo, técnicas alfareras de una tradición artesanal sumamente antigua y cuyos orígenes se remontan en el Occidente mesoamericano.

El Ocote, por ejemplo, sitio que por cierto se encuentra a 11 kilómetros del Cerro del Muerto, tiene una extensión calculada de 25 hectáreas, con planicies aledañas que se prolongan en una larga meseta. Su arquitectura se encuentra en la cima del cerro de los Tecuanes en cuyas faldas existen manantiales y un arroyo permanente de bajo caudal. A medida que se abre la Sierra del Laurel y la Sierra Fría, afloran más asentamientos, siempre próximos entre sí y próximos a manantiales, siendo sumamente característico su grado de integración, es decir, la cercanía tan evidente entre uno y otro dentro de la serranía, un paisaje típicamente agrícola que se distinguió además por estar asociado a expresiones gráfico rupestres.

Hay que enfatizar que la expresión rupestre reitera a estos lugares como “santuarios donde se llevaron a cabo ritos significativos en términos de la cosmovisión y de la observación de la naturaleza” (Giménez y Héau, 2008: 74). Haciendo un paralelismo etnográfico, la cultura virrárica, por ejemplo, en su peregrinaje sagrado hacia Wirikuta, sigue visitando los grabados rupestres que se encuentran en el desierto, y los interpreta como símbolos, o mejor dicho, como entidades de la lluvia, “porque estos dibujos fueron arrojados en el primer peregrinaje junto con los arroyos y ojos de agua, y son las antiguas marcas dejadas por los gigantes cuando las rocas aún estaban blandas, porque el mundo todavía no se endurecía por el sol” (Zuleta, 2013: 332).


Manifestación rupestre en Aguascalientes. Fotografía, Felipe Sarabia

Asimismo, por otro lado, es importante recalcar que el paisaje prehispánico de Aguascalientes estuvo estrechamente asociado a los pozos termales que se encuentran al interior del valle. Al respecto, este tipo de aguas han sido siempre consideradas con propiedades oraculares y curativas (Eliade, 1972:188), tienen un valor místico para invocar a la lluvia y son una epifanía cosmogónica: una manifestación del origen efervescente del propio universo. Particularmente para los indios norteños, estos manantiales sagrados tuvieron una importancia primordial como lugares de bautismo y de regeneración. La inmersión en el agua fue la ceremonia más sagrada: “Los jóvenes cazadores eran sumergidos en la sangre de la presa lavada en el pozo. Quienes miraban la ceremonia caminaban hacia el agua y la tocaban con los labios, luego tomaban agua con sus manos y se lavaban con ella la cabeza y el pecho” (Preuss, 2008: 106). Por su parte, los tepehuanos al celebrar los mitotes, se colocaban máscaras de venado y se dirigían a los pozos para la fiesta, echaban pedacitos de osamentas al fuego mientras bailaban, se bendecía a los niños y se les comunicaba las virtudes de los cuerpos ágiles para la cacería.

No es difícil imaginarnos cómo también al Aguascalientes prehispánico, al menos cada primavera, llegaban los viajeros y bajaban sus habitantes a celebrar el calor del mundo, a participar en las celebraciones multitudinarias, iban al encuentro de sus deidades en los pozos de agua termal, sintiéndolas y festejándolas en sus formas más dramáticas dentro de los ciclos del nacimiento, la cacería y los cultivos, mientras la prominente figura del Cerro del Muerto custodiaba el interior del profundo valle. No tenemos ninguna referencia directa de cómo fueron los ritos que aquí se llevaron a cabo: resulta en verdad desesperante caer en la cuenta de que los detalles de los mitos narrados en estas ceremonias jamás se conocerán. Sin embargo, debemos entender que Aguascalientes existió dentro de un inmenso desarrollo regional prehispánico, que de hecho todavía se atestigua en las similitudes lingüísticas y culturales presentes hoy en día entre los nahuas, huicholes, coras y tepecanos, y hasta entre los tepehuanes, yaquis, tarahumaras y hopis, todos ellos de la familia lingüística yutonahua: “los discursos míticos de todas estas culturas son característicamente similares tanto en los ritos de iniciación, como en la clara búsqueda de experiencias visionarias para asegurar la fertilidad” (Neurath, 2002: 99).

Ya diversos investigadores, desde los años treinta, habían estado sugiriendo que los desarrollos prehispánicos dados hacia el Noroeste de México en el Epiclásico (descritos anteriormente), estuvieron vinculados con la difusión del cultivo del maíz, la expansión acelerada del idioma proto-yutonahua y el desarrollo de tales sitios arqueológicos (Neurath, 2002). Por tal razón, si queremos conocer los diversos nombres que se le atribuyeron antiguamente al Cerro del Muerto, hay que buscarlos en la memoria de aquellas culturas que aún siguen vivas. Pensando en su atrayente forma humana, nos damos cuenta de que el Cerro del Muerto desde hace ya tiempo era considerado un gigante.


Cerro del Muerto. Fotografía: Stephanie Romo, Mayo 2016


Mitología de gigantes


Los gigantes, tan pronto son mencionados en el relato mitológico de las culturas indígenas de la Sierra Madre Occidental, se convierten en aquéllos que habitan la tierra en toda su extensión. Son los representantes primigenios de la raza humana. En efecto, los huicholes siguen nombrando y rindiendo culto a los cerros con formas excéntricas y humanas porque para ellos son los hewixi, gigantes a quienes se les concibe como los primeros peregrinos que salieron del mar, los primeros abuelos, y ya que emergieron de un espacio esencialmente húmedo y oscuro, al acercarse al sol como primer elemento luminoso, se petrificaron (Zuleta, 2013: 333). Al igual que los huicholes, las comunidades tepehuanas siguen teniendo la misma devoción hacia la naturaleza, mientras que las comunidades tohono o´odham de Arizona y Sonora la tienen hacia el cerro Baboquívari y los hiac´ed o´odham hacia el Pinacate (Alvarado y Berrojalbiz, 2011: 397). Las correspondencias míticas se vuelven relevantes cuando se describen a los antepasados como gigantes que se petrificaron en el paisaje porque se acercaron mucho a la deidad solar, y estos cerros son llamados en su idioma Mo´Tam, mientras los que tienen una apariencia más humana son llamados Bokam-Tam, que significa “acostado”.


Esta concepción común es una visión mitológica del mundo en la cual los indígenas representan su propia genealogía a partir de los cerros, ya que los fundamentos del género humano no reposan únicamente en el propio hombre, sino también en aquello férreo y vigoroso que funda el orden subsistente de la naturaleza.


Esta concepción común es una visión mitológica del mundo en la cual los indígenas representan su propia genealogía a partir de los cerros, ya que los fundamentos del género humano no reposan únicamente en el propio hombre, sino también en aquello férreo y vigoroso que funda el orden subsistente de la naturaleza. De igual modo, encontramos analogías narrativas en los escritos cosmogónicos de los grandes textos nahuas. En La Historia de los Mexicanos por sus Pinturas se señala que en la Era del segundo Sol, Ocelotonatiuh, existió una raza de gigantes que fueron devorados por los jaguares, y muchos otros se petrificaron en forma de cerros: “la raza de gigantes se llamaba quinametin, entonces el Sol no caminaba y cuando se oscureció, las gentes eran comidas…”. Dejaron dicho los viejos que el saludo entre los gigantes era "no se caiga usted", porque el que se caía, se caía para siempre. La caída debió ser tan grave que cuando se representan las imágenes de los soles en el Códice Vaticano, el gigante dibujado se encuentra no de pie, sino derribado en el suelo (López Austin, 2015: 182).

Por otro lado, consideramos que la aparición reiterada de una muchedumbre de indios que tienen que enfrentarse al gigante o son aplastados por éste, es también un tema muy común de esta tradición mítica. Precisamente en el Códice Vaticano, aparece que los toltecas arrastraron el cuerpo muerto del gigante que abandonó Tezcatlipoca cerca de Tula. Cuando lo arrastraban, se abrió en la tierra un precipicio en donde cayeron todos los indios que tiraban el cuerpo. En el mismo Popol Vuh se narra que Sipakná el gigante se enorgullecía de ser él mismo el creador de las montañas, y por esta soberbia los cuatrocientos muchachos querían destruirlo, aplastándolo con un palo en el fondo de un pozo. Sin embargo, Sipakná se liberó de su trampa y derribó la casa de los cuatrocientos muchachos desplomando el techo para que murieran aplastados. A su muerte, éstos subieron al cielo para convertirse en la constelación de las Siete Cabrillas, que en maya se llama Motz y significa grupo o montón. Por consecuencia, los gemelos Junajpu e Ixb´alanke, vengaron la muerte de los cuatrocientos muchachos, dejando caer la punta de un cerro sobre la cabeza del gigante: ya no salió con vida Sipakná y se dice que se convirtió en piedra, al pie del cerro Meaván”.


Gigante abandonado en Tula por Tezcatlipoca. Códice Vaticano

Tanto Sipakná, el gigante de las montañas, como su hermano Kab´raqan, gigante provocador de terremotos, juegan colosalmente a crear montañas y luego a volver a derribarlas, y “así aluden a un mundo todavía no constituido donde las diferentes fuerzas abrumadoras luchan provocando terribles cataclismos de agua, fuego y viento. Los dioses que presencian y los héroes que participan en esta historia incluyen al sol, los pájaros del trueno, el rayo, la abuela y los astutos gemelos” (Brotherston, 1997: 310). Todos estos mitos nos hablan de razas enteras humanas que se habían extinguido en aniquiladoras catástrofes de naturaleza volcánica y diluviana, debido a profundos cambios cíclicos. En tiempos lejanos, el mundo estaba lleno de estos seres monstruosos y colosales, dueños indiscutidos de la tierra, donde tenían total impunidad para dar rienda suelta a su apetito de destrucción. Monstruos formidables, de inconmensurables cuerpos, revertían el mundo a un estado caótico. Se desplomaban y la tierra se cuarteaba. Volvían todo al estado de desorden, y por ello nada tenía forma. Como vemos, estos seres, cuya fuerza se manifestaba mediante la movilidad y el tamaño, fueron sometidos bajo una maza de la que no pueden salir y no pueden volver a la luz. Siempre los gigantes terminaban por caer al suelo porque los pequeños héroes arrojaban sobre ellos una montaña de peñascos bajo la cual ya no podían liberarse nunca más.



Como afirma Jacques Galinier, para las culturas indígenas los lugares geográficos con formas excéntricas “constituyen marcadores espaciales de los cambios de ciclos y son prueba de los cataclismos ligados a los periodos de ruptura entre un mundo en vías de desaparición y otro llamado a nacer” (Zuleta, 2013: 329).


Al igual que todos los nahuas, purépechas, otomíes, mayas, tepehuanos, huicholes; también los seri al contar cómo su dios creador, Hant Caai, hizo el mundo, nos dicen que la tierra era plana, “sin montañas ni dunas pero con el tiempo fue poblada por gigantes”, que se inundaba seguido y las lluvias venían acompañadas de fuego, humo y terremotos. Hant Caai cantó su canción para “proteger a la gente de tantas inundaciones […] y así se formaron los cerros y las dunas” (Ramírez, 2014: 11). Como afirma Jacques Galinier, para las culturas indígenas los lugares geográficos con formas excéntricas “constituyen marcadores espaciales de los cambios de ciclos y son prueba de los cataclismos ligados a los periodos de ruptura entre un mundo en vías de desaparición y otro llamado a nacer” (Zuleta, 2013: 329).

Dicha dimensión cosmogónica aparece en los cantos, portadores de un conocimiento que se adquiere en trance tras una revelación, en un sacrificio o en un sueño. Los Akimel O’odham tienen un mito de creación cantado a la manera antigua durante las ceremonias de pubertad de las chicas, que era un verdadero festival de sueños. La canción transporta al momento cosmogónico cuando las aguas barrieron las tierras: entonces uno de los dioses creadores, South Doctor, se paró en la cima de Croocked Mountain —lugar sagrado pima que se encuentra en Arizona— momentos antes de que los antepasados gigantes se convirtieran en cerros. El poderoso dios probó su fuerza contra el diluvio pero su cristal mágico perdió poder, entonces fue arrastrado por las corrientes de agua hasta el interior de las montañas para después emerger, en un acto chamánico, con poderes más fuertes al sobrevivir al cataclismo. Los versos cantan:


Las aguas barren las montañas,

las aguas barren las tierras.

En Croocked Mountain me paro,

intento dispersar las aguas.

Sin poder, sin poder, mi cristal mágico, sin poder.

Aguas corren…me elevan al cielo como si fuera nubes….

[Al salir de la olla terrestre donde se refugió]

Con poderes mágicos emerjo ¿Quién me hará compañía?

Mi vara y mi cristal estarán conmigo…

He llegado al Centro de la Tierra, veo la Montaña Central (Ramírez, 2012).


En este punto ya nos es posible establecer la relación cultural que une las narraciones actuales de los huicholes, pimas y pápagos con los temas mesoamericanos que se vislumbran en los grandes textos nahuas e inclusive mayas. Los paralelismos entre todos estos textos, rara vez utilizados en la arqueología regional, nos permiten configurar un término de referencias desde el imaginario indígena para acercarnos a los nombres que pudo haber tenido el Cerro del Muerto. Particularmente el canto de creación pima aquí descrito nos da una idea de la naturaleza ritual y los temas ceremoniales que se llevaron a cabo a la sombra de este gigante de piedra. Forman hileras de epifanías, en las que el mundo aparece en aspectos divinos con los que es construido. Visiones de la eternidad que surgen por imágenes proféticas y obscuras. Allí se cantaban mitos en las largas veladas durante festividades como las ceremonias de petición de lluvia, de bautismo y la pubertad de las chicas. Los cantos y las danzas, junto con las sustancias psicotrópicas conducían al trance chamánico a los oficiantes y neófitos. Éstos sonaban, o mejor dicho, viajaban al momento mismo de los cataclismos tectónicos, a la lluvia de fuego y a las grandes inundaciones, en el momento cosmogónico de la creación del mundo. Lo más probable es que los oficiantes se sintieron estremecidos con la visión mística del Cerro del Muerto levantándose en medio de una lluvia de lava y terremotos. Sólo los cristales y las piedras mágicas los protegieron de tal terrible espectáculo.


Epílogo


Quizás es que nunca existió una ciudad llamada Aguascalientes, en medio sólo hubo un valle vacío, ya que el Cerro del Muerto realmente no pertenece a esta época, ni a la siguiente. Es un gigante que pertenece a una realidad continua, donde no existe el tiempo. Pertenece al sueño de las piedras.


¿Qué encontramos en la historia que se cuenta o no se cuenta de los lugares? Con este análisis podemos asegurar que el Cerro del Muerto, en sus diferentes niveles históricos, siempre fue considerado como un gigante, en este caso por las poblaciones mesoamericanas del Epiclásico. Como ya vimos, Aguascalientes no se mantuvo ausente de los procesos culturales de la época prehispánica, puesto que fungía como un lugar sagrado para las sociedades antiguas por sus nichos termales y especialmente por el Cerro del Muerto. Finalmente, todos los presentes venideros seguirán asistiendo a su perfecta forma humana y a la profundidad de su espectáculo. En la actualidad, dichosamente transitamos por la ciudad, sin embargo, algo nos sigue insistiendo que ese cerro no es de piedra: siempre hemos intuido que es la creación de la mente de alguien, moldeada y colocada por el trabajo de alguien, que le dio una inquietante forma humana. Casi parece hablarnos. Pero, ¡que solitario encontramos al Cerro del Muerto! Más allá del límite se encuentran sus sueños, los dolorosos, delirantes y placenteros sueños. Quizás es que nunca existió una ciudad llamada Aguascalientes, en medio sólo hubo un valle vacío, ya que el Cerro del Muerto realmente no pertenece a esta época, ni a la siguiente. Es un gigante que pertenece a una realidad continua, donde no existe el tiempo. Pertenece al sueño de las piedras.



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Felipe de Jesús Sarabia Salmerón es estudiante en la Licenciatura de Arqueología en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha colaborado en diversos proyectos de investigación arqueológica así como en la promoción y protección del Patrimonio Cultural e Histórico. Su más grande interés son las tradiciones orales indígenas, la mitología antigua y el paisaje prehispánico regional del Occidente y Norte de México.

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